
Historias de Patagonia: El Ermitaño de Cabo Vírgenes
Historias de la Patagonia 11 de septiembre de 2020 Mario Novack


El disparo en el fin del continente sonó en silencio, tan a la distancia como la vida que eligió el anciano pescador y buscador de oro. Ya había comenzado el frío de mayo en el sur del país.
Esta es la historia del “ermitaño” Conrado Asselborn que había nacido un 10 de enero de 1916, en la provincia de Entre Ríos, ese lugar que eligieron los “Alemanes del Volga” para asentar sus colonias, dedicadas casi exclusivamente a la actividad del agro.
Agricultores por excelencia, venían de Rusia, donde poblaron el valle del Río Volga, durante un siglo. De ese puñado de inmigrantes llegado hace más de un siglo, hasta el presente, se afincaron, poblaron grandes lejanías y constituyen hoy el tercer grupo étnico que habita la Argentina, luego de españoles e italianos.
Se fueron acriollando, adquiriendo costumbres nativas, como el mate, el asado y la doma. En ese rubro se destacó Conrado que, un día decidió buscar nuevos rumbos y hacia el sur del país fue enviado para cumplir con el servicio militar obligatorio en la Marina.
En su obra “Conrado” el escritor Hugo Martinez Viademonte recrea con maestría la vida y muerte del último buscador de oro. Señala que “el 8 de enero de 1936 fue embarcado en un transporte militar y abandonó la ciudad de Paraná en su natal Entre Ríos dirigiéndose al sur. Sentado en el barco miró la ciudad que lo había cobijado, y entre los pañuelos que despedían a los bisoños soldados se destacaba su hermano mayor, Juan, que a caballo había llegado al puerto a despedirlo. Sin agitar los brazos, enfrascado en sus propios pensamientos, callado y solitario comenzaba la primera apuesta de su vida. Había pedido como destino Ushuaia, el extremo austral del país, un destino que por lo remoto y las duras condiciones climáticas nadie pedía, salvo los pocos nacidos en esas tierras. En el puerto de Buenos Aires cambiaron de transporte y se sumaron otros contingentes de jóvenes que comenzaron a desgranarse en el viaje hacia el sur, primero Bahía Blanca, luego Comodoro Rivadavia, Río Gallegos y más tarde arribarían al último destino, Ushuaia.
Sin embargo se enteró que le habían cambiado de destino y debería bajarse en Río Gallegos. “Bueno, será para después”, le comentó a un soldado que había conocido en el barco y que como él procedía del norte argentino. Le gustaba Ushuaia a la que no conocía, desde una vez escuchó comentar a un hombre que había viajado hasta allá:”Es un paisaje hermosísimo. Muy diferente a todo esto”, dijo señalando vagamente la tierra entrerriana. El hecho que fuera hermosa y diferente magnetizó en el acero de su cerebro la idea de ir a Ushuaia, y no era hombre de cambiar de ideas. Cumplió el Servicio Militar y ese ambiente jerárquico, de orden y respeto, más el manejo de las armas, le resultó atrayente.
Tenía dos privilegios por haber ingresado como voluntario, podía elegir destino interno, y el segundo era salir en la primera baja. Generalmente los voluntarios optaban por destinos cómodos, dentro de la unidad, el cargo de escribiente era el más buscado entre los que tenían esa capacidad que a él no le faltaba, pero optó por fusilero de un batallón de infantería. En la Marina los fusileros guardaban su arma en el pequeño armario personal, y Conrado, los momentos que tenía libre los utilizaba para pulir su viejo fúsil Mauser Modelo 1911 que le había sido asignado. Jamás recibió un arma tanto cariño y consumió tanto tiempo de su circunstancial dueño. Con la sola ayuda de una moneda procedía a armarlo y desarmarlo. Luego de la limpieza final lo aceitaba y lo guardaba con el cariñoso ademán con que un solista del Teatro Colón guarda su violín predilecto.
Sus superiores tenían de él el mejor de los conceptos y se sorprendieron cuando, haciendo uso de sus prerrogativas decidió tomar la primera baja. Nadie preguntó nada y nada contó Conrado. El secreto consistía en que desde hacía casi un año los días francos iba a trabajar al puerto de Río Gallegos como estibador de la Empresa La Anónima, un enorme pulpo que controlaba toda la actividad económica de la Patagonia. El dinero que ganaba, salvo unos pocos pesos que enviaba a su casa paterna los destinaba al ahorro. Quería comprar el pasaje por barco hasta Ushuaia y allí radicarse poniendo un pequeño almacén.
Trabajó con lealtad para La Anónima, no sabía trabajar de otra manera. Conrado era de aquellos hombres que necesitan estar contenidos para bien de todos, de él mismo y de los demás. Trabajando así era el ser más sumiso y laborioso. Brazos de ñandubay, de domador que exige potentes bíceps, con muñecas grandes, cuadradas, de ordeñador.
Inocencio Montoya, ex-soldado como él, oriundo del Chaco, le dijo una mañana: ”dice el diario que están llamando para Gendarme de Frontera” y los dos se anotaron, fueron incorporados y los destinaron a ciento setenta kilómetros de Río Gallegos. “Mejor; me estaba cansando de la ciudad”, dijo Conrado refiriéndose a Río Gallegos con una población de ocho mil almas por entonces. Fue al destacamento “El Zurdo” camino a Río Turbio, donde le dieron un caballo tordillo, un fúsil, uniforme, el objetivo de impedir el avance de los chilenos, y el trabajo de patrullar la ruta 40 que teóricamente debe subir, paralela y cerca de la cordillera de los Andes, desde esa zona hasta al límite con Bolivia, una serpiente de 3.700 kilómetros aproximadamente. Estaba decidido a que en su zona, no avanzarían los chilenos, y caminaba despacio al tranco de su tordillo sin importarle el frío, ni el viento, seguro de si mismo, sentado como rey en el trono de su caballo, con una idea fija “Por aquí, no”.
Cumplió como siempre y al año, como premio lo enviaron más cerca de Río Gallegos a lo que sus superiores consideraban el deseo oculto de la tropa. Podía ser que lo fuese pero no para Conrado que prefería la soledad del camino, los amaneceres helados, la compañía del fúsil, su cuchillo medio escondido en el uniforme porque no era reglamentario, y andar con su caballo, los dos tirando nubes de vapor por las narices como locomotoras viejas, cuidando “la soberanía de la Patria”. Cuidando que los chilenos no avanzaran.
Su nuevo destino era Gobernador Mayer, y su nueva atención impedir el cuatrerismo. Los estancieros se habían quejado al Gobierno de la Provincia que les estaban robando ganado y los Gendarme de Frontera fueron los encargados de reprimir. El 14 de junio de 1939, una noche helada se apersonó en el Destacamento el capataz de la estancia Caimacú-Aike para informar que un peón de la estancia y su perro habían sido muertos cerca de la reserva de los indios tehuelches.
El perro había mordido la mano del asesino, antes de ser cosido a puñaladas, y encontraron hilachas de ropa en la boca del animal. A pesar de la hora salieron inmediatamente para hallar las huellas y a las dos horas de marcha encontraron tres indios tehuelches que, para deslindar responsabilidades, les informaron que el peón muerto era Juan Melipán, el asesino su primo Ramón Melipán, que tenían problemas entre ellos. Los indios se declararon inocentes. Ramón había huido hacia Chile y en la cabeza de Conrado quedó claro el esquema: chilenos, cuatreros, avance al territorio argentino, soberanía, su jurisdicción. Dictó sentencia de inmediato.
A partir de ese momento se transformó. Dejó a los indios que le acompañaban y siguió sólo los rastros, se le ensanchó la nariz, le crecieron pelos en los brazos, las uñas se le hicieron garras, el fúsil se transformó en una víscera que latía y el cuchillo era otro hueso de su esqueleto. Le habló al caballo y siguió la ruta de la huida. Se hizo lobo, perro, se le acabó el hambre, la sed, no sintió el frío, veía, imaginaba las huellas y caminaba alucinado con un mensaje negro.
Ramón no se sabía perseguido por un tigre, en todo caso pensaba que en un par de días los buscaría la policía y él estaría en Chile. La confianza tapó su error.
A las tres de la mañana Conrado llegó a un puesto perdido de una estancia donde descansó hasta las siete para que su caballo se repusiera, luego siguió en medio de una nevada invernal; y a media tarde llegó a otra estancia, donde durmió dos horas, comió caliente, escuchó a los peones y siguió la ruta cabalgando toda la noche. A la mañana, Ramón que no sospechaba ser perseguido, fue divisado por el Lobo que coronaba una altura, estaba al borde un río queriendo cruzarlo. Conrado siguió al paso para no delatar la persecución. Tapó su uniforme con el poncho y pidió perdón a Dios por haber pensado, durante la marcha nocturna matarlo en cuanto lo viera. Había decidido llevarlo preso a El Zurdo, lo que suponía un largo viaje peligroso, con previsibles intentos de fuga por parte del asesino.
“Que tal paisano”, dijo Conrado con su voz más natural posible. “Ya lo vé, intentando cruzar”, respondió Ramón. Y juntos comenzaron a vadear el río que venía con poca agua. Por precaución Conrado, bajo el poncho, había puesto el revólver de la repartición sobre su regazo, y Ramón mostraba la herida de su mano, señal innecesaria de identificación. A llegar sin tropiezos a la costa de enfrente, Conrado le dijo directamente: “Soy Gendarme de Frontera y vengo a llevarlo detenido”.
Repuesto de la sorpresa, Ramón cargó con su caballo llevando en la mano sana su puñal. Conrado descubrió el revólver y de un solo tiro le atravesó el brazo sano. El cuchillo cayo entre las piedras y Ramón, ahora con los dos brazos heridos quedó a merced de Conrado. Lo hizo desmontar y acostarse entre las piedras heladas de la costa del río. En la mano izquierda puso su revolver que metió en la oreja del prisionero. Con cuidado le revisó las heridas que le había causado, y con un frasco de ginebra lo desinfectó, colocándole dos tapones hechos con un trapo para que no perdiera sangre. No lo esposó, lo hizo montar y salir delante suyo, pero ahora llevaba el fúsil amartillado en el regazo. Ramón sabía que cualquier intento de fuga duraría quince segundos a lo sumo.
Luego de ocho horas de cabalgata llegaron a El Zurdo donde entregó al prisionero y se fue a dormir en un camastro dieciséis horas. Recuperado se enteró que lo que había hecho se lo consideraba una hazaña. Recibió cita de honor, ascenso a cabo y héroe por algunos días en Río Gallegos. “Por aquí, no”.
Luego la vorágine. Un par de años más como Gendarme, luego personal de seguridad en Río Turbio, un bar de mala muerte, nunca mejor dicho, la mezcla explosiva de Conrado y el vino, una broma contumaz sobre su parquedad, o el color de su piel que se destacaba sobre el sufrido oscuro general, y a Santiago García Esquivel, chileno de 32 años le prendía la rosa roja de la puñalada en la solapa izquierda, en franco duelo criollo. A pesar del vino, Conrado sabe lo que tiene que hacer y se fue caminando despacio hasta la Comisaría para darse por preso. “No hay mal que por bien no venga” se consoló Conrado muchas veces y el Juez lo envió al Presidio de Ushuaia donde llegó sin pagar un peso, por cuenta del Estado, como él había querido algunos años antes.
Poco tiempo después “teniendo en cuenta los antecedentes y la buena conducta del detenido” el Juez le otorga la libertad y Conrado decide permanecer en Tierra del Fuego, había encontrado “ el paisaje hermosísimo. Muy diferente a todo esto” que había escuchado en Entre Ríos. Ingresa en un destacamento de Vialidad Nacional pero con un trabajo justo a su medida. Le dan un buen caballo, un Winchester 44 y el encargo de cazar, en lo posible vacas cimarronas, para alimentar a los trabajadores. El paraíso, sino hubiera sido por José del Carmen Chaura Velazquez, malevo chileno a quién le placía que lo llamaran “El Tigre de la Cordillera”, pendenciero que infundía temor entre los paisanos. También hombre de mal vino que cometió el error de comenzar a bromear en un asado a expensas de Conrado. Los paisanos se reían a carcajadas de los comentarios que en baja voz hacía Chaura, sin darse cuenta que estaba gastando el último humor que le quedaba. Cuando advirtió el enojo de Conrado dijo fuerte. “A los que se enojan yo los tranquilizó así”, y con su rebenque le dio un fuerte golpe en la cara a Conrado ante el estupor de los presentes.
Conrado se cayó al suelo y desde allí, mientras la nube violeta de la furia le ocupaba en un segundo la cabeza, se dio cuenta que Chaura se encontraba contra el atardecer, la cabeza apuntando al poniente, cordero de Entre Ríos, y antes que el “Tigre” bajara su segundo golpe, el cuchillo invisible de Conrado, ya en su derecha, trazó la línea directa a la carótida en su primera entrada, y una segunda al bajo vientre en corte descendente. José del Carmen Chaura Velásquez, sujetándose los intestinos corrió a su rancho y allí le pidió a su compatriota Juan Barría Vidal que lo fajara fuertemente “porque se le estaban saliendo las tripas”. Ya no se levantó, murió poco después.
Conrado se fue al paso de su caballo llevando otra muerte como mochila. “Al señor Subcomisario Instructor Don José Cabezas. En respuesta a lo solicitado precedentemente informo a Ud. bajo juramento de ley y demás prescripciones legales que la víctima José del Carmen Chaura Velázquez presenta: 1) herida punzante de seis centímetros de largo y ocho de profundidad en el cuello con sección parcial de carótida; 2) Herida cortante de diez a doce centímetros de longitud, en fosa ilíaca izquierda, de dirección descendente de izquierda a derecha, penetrante, con evisceración del cólon descendente y de intestino delgado. 3) El victimario físicamente estaba en inferioridad de condiciones de talla y fuerza muscular. Saludo a Ud. muy Atte.” Osvaldo Luis Guillot, Director del Hospital General de Ushuaia.”
Nuevamente en el Presidio Nacional debió esperar siete meses hasta que le llegó la absolución por haber actuado en legítima defensa. Año 1950. La mitad del siglo, casi la mitad de su vida, y decide Conrado cambiar nuevamente de piel y encontrar su asiento definitivo.
El periodista Marcelo Ruggeri destacó el derrotero de Asselborn señalando que luego saltó de una ocupación a otra hasta afincarse en vecindades del faro de cabo Vírgenes. Para vivir -y hacerse de unas botellas de vino- pescaba, trampeaba zorros cuando la piel valía y escarbaba las playas en pos de oro. Una pensión provincial -sumada a lo que le acercaban fareros y estancieros- le permitió capear los últimos años.
La charla en el único ambiente que tenía su morada, sentados en troncos cortados para ser usados como banquitos y rodeado de viejas revistas donde él era el protagonista en notas que le habían hecho en distintos medios del mundo.
Una sola ventana, montones de yerba rancia y gatos dormilones completaban el cuadro. El mal tiempo había comenzado y el hombre decidió arreglar las chapas de su morada, desafiando el viento reinante.
La caída fue el resultado más previsible y un par de costillas fracturadas. “nunca quise ser una carga para nadie” se le había decir cientos de veces. Supo que la cuestión era grave y el sufrimiento mayúsculo.
Tenía una escopeta del 12, la más potente de las armas de ese tipo. Apoyó el caño del arma en su boca y tiró del gatillo, provocando su muerte instantánea. Dos días después el torrero del Faro de Cabo Vírgenes se acercó a la morada, extrañado por no observar el típico humo de la chimenea de Conrado.
Allí se encontró con ese cuadro y luego de la trágica decisión que tomara don Conrado, varios allegados lo metieron dentro de un cajón, una vez realizadas las pericias forenses. Dicen que fue un funeral lleno de silencio, acompañado de sus tres o cuatro amigos.
Sus restos yacen bien cerca del Faro y cerca del denominado “cementerio alemán”, donde yacen además varios tripulantes de uno de los tantos naufragios ocurrido en estas costas.
Al frente de su tumba le colocaron una frase que solía repetir “ por las noches me duermo con el ruido del mar”, haciendo alusión a la magia que habita en el lugar.
Fotos: gentileza de Marcela Castro Dassen.

