







Algunos jardines de infantes empiezan a cerrar salas por falta de matrícula. En plazas donde antes costaba encontrar un lugar libre, hoy hay hamacas vacías y subibajas sin usar. Los pediatras cuentan que cayó la demanda en los consultorios. Las fábricas de pañales ajustan su producción a la baja. Son postales que podrían parecer pasajeras, pero tienen detrás un fenómeno profundo, silencioso y persistente: Argentina está dejando de tener hijos.


En los últimos diez años, la cantidad de nacimientos cayó un 41% a nivel nacional. En 2023 hubo apenas 460.902 bebés, contra los 777.012 que se registraron en 2014. Es un derrumbe que sigue un patrón global –América Latina, Europa y Asia también lo viven–, pero que en el caso argentino avanza a una velocidad más marcada.
Los últimos datos disponibles muestran que la tasa de fecundidad (el número promedio de hijos por mujer) fue de 1,33 en 2023. Es el valor más bajo desde que hay registros, y está muy lejos del umbral de reemplazo generacional, que los demógrafos sitúan en 2,1. Si la tendencia continúa 一como parecería ser一 el tamaño de la población argentina empezará a reducirse en pocas décadas.
“Algunos académicos consideran que existe un punto de inflexión en la fertilidad. Una vez que las tasas bajan mucho, la paternidad deja de ser esperada o deseable, y la caída se vuelve aún más difícil de revertir. No hay consenso todavía sobre si ese punto existe o dónde se ubicaría, pero la inquietud se repite en todos los países que enfrentan natalidades por el piso”, explicó a Infobae Sarah Hayford, directora del Instituto de Investigaciones de Población de la Universidad Estatal de Ohio.
En la Argentina, el cambio se explica en parte por una postergación creciente de la maternidad y una caída fuerte 一y saludable一 de la fecundidad adolescente. “Sabemos que estamos en una etapa de aplazamiento. Pero también hay que tener cuidado con mirar todo como una tendencia homogénea: las causas de la baja natalidad son distintas en cada país”, dijo Nicolás Sacco, investigador del Conicet y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella.
Sacco remarcó que interpretar el fenómeno como un destino inevitable es un error. “La demografía no es destino. El contexto importa y las cosas pueden cambiar. La baja puede ser estructural o transitoria, dependiendo de muchos factores”, subrayó.
Argentina atraviesa una oportunidad demográfica de oro, lo que los expertos llaman bono demográfico. La tasa de dependencia –que mide cuántos jóvenes y adultos mayores hay por cada 100 personas en edad de trabajar– bajará hasta 44 en 2035, lo cual debería aprovecharse ya que después se disparará. Hacia el final del siglo alcanzará los 90, según la proyección de Naciones Unidas: casi toda la población estaría fuera del mercado laboral.
Al bono demográfico aún le quedan 10 años hasta llegar a su punto cúlmine. Luego, con el correr de las décadas, las consecuencias seguramente sean profundas: más presión sobre los sistemas de salud y jubilaciones, menos consumo, menor dinamismo en la economía.
¿Se puede revertir la caída de la natalidad y los efectos del fin del bono demográfico? Rafael Rofman, investigador principal de CIPPEC, es escéptico. “Ningún país logró frenar la baja de la natalidad con políticas públicas”, dijo. “Los cambios en la fecundidad responden a transformaciones culturales y sociales muy profundas. Solo políticas extremadamente intervencionistas, como las que aplicaron algunos gobiernos autoritarios, lograron algún efecto”.
Aun así, aclaró que hay esfuerzos que valen la pena. Los países que facilitaron la vida de quienes quieren tener hijos –licencias generosas, vivienda, acceso a cuidados, educación de calidad– lograron aumentos leves. “No revierten la tendencia, pero al menos la amortiguan”, afirmó.
Y aunque en general las tasas de fecundidad tienden a oscilar –suben y bajan sin necesariamente marcar un cambio estructural–, lo que hoy se debate es si estamos ante una transformación más duradera, que requiere una respuesta coordinada del Estado y la sociedad.
Más allá de que no hay recetas mágicas, sí hay un menú de políticas que ya se ensayaron 一y se siguen ensayando一 en distintos países. ¿Qué estrategias pronatalistas podrían aplicarse en Argentina? Más bien, ¿alguna funcionaría?
¿Hay alguna política efectiva?
Si los países desarrollados llevan décadas enfrentando el mismo dilema —cómo incentivar la natalidad cuando las sociedades se vuelven más longevas—, ¿no deberían existir ya recetas probadas, modelos exitosos, ejemplos replicables? La respuesta, por ahora, es incómoda: lo que hay es más incertidumbre que certezas. Y lo que funcionó en un país puede que no sirva en otro.
Comparar qué políticas funcionan y cuáles no es más complejo de lo que parece. La fecundidad es un fenómeno difícil de medir en el corto plazo, porque muchas políticas tienen efectos inmediatos que luego se diluyen, y las experiencias ocurren dentro de contextos culturales, económicos e institucionales únicos.
Algunos países del norte de Europa lograron mantener tasas de natalidad relativamente más altas que el promedio, y todo indica que el secreto está en el modelo de protección social. Francia, Suecia y Dinamarca, por ejemplo, dedican entre el 1 y el 4 por ciento de su PBI al apoyo familiar. Ofrecen una combinación sólida de licencias, servicios de cuidado infantil y transferencias económicas. El combo no dispara la fecundidad, pero ayuda a que no se desplome.
En Europa, de hecho, se detecta una correlación entre el gasto público en políticas de apoyo a las familias y la cantidad de hijos que finalmente tienen las mujeres. Según el demógrafo Nicolás Sacco, no solo importa cuánto se invierte, sino también cómo. “Son relevantes la coherencia entre las distintas políticas, su previsibilidad y la capacidad de adaptarse a los distintos modelos familiares y laborales”, explicó.
Las políticas a gran escala suelen provocar un efecto inmediato: aumentos rápidos, aunque pasajeros, en la fecundidad del período. “Eso genera a veces pequeños ‘baby booms’, con más mujeres decidiendo adelantar sus planes reproductivos. Esos picos, sin embargo, suelen durar poco y tienden a estabilizarse a mediano plazo”, planteó Sacco.
¿Sirve entonces gastar tanto para conseguir tan poco? Depende. Hay casos donde, incluso sin lograr grandes saltos en las tasas anuales, las políticas ayudaron a evitar que el descenso fuera aún más pronunciado. Estonia, Alemania, Rusia y Japón probaron combinaciones distintas, con algunos logros: más hijos por mujer en ciertas generaciones y una estabilización en el tamaño de las familias.
Hay una variable que parece marcar la diferencia: el acceso al cuidado infantil. Donde hay guarderías de calidad, accesibles y con horarios compatibles con el empleo, las parejas tienden a tener más hijos. Es el caso de los países nórdicos, Bélgica y Francia. Allí, el Estado asume que la crianza no es solo un asunto privado y destina buena parte de su presupuesto familiar a cubrir ese servicio.
Las licencias parentales también ayudan, pero su efectividad depende de varios factores. Funcionan mejor cuando están bien remuneradas y cuando se dividen equitativamente entre padres y madres. El objetivo es doble: permitir el vínculo con el hijo recién nacido y fomentar un reparto más igualitario de las tareas de cuidado. Si solo se subsidia a la madre, se refuerzan desigualdades y se desalienta la vuelta al trabajo.
¿Y los subsidios directos por nacimiento? Funcionan, pero no mueven la aguja. Pueden generar un efecto positivo moderado, pero de corta duración. Son, en general, políticas fáciles de anunciar y costosas de mantener, con impacto limitado. Más efectivos parecen ser los mercados laborales flexibles, que permiten a madres y padres organizarse mejor. También ayudan, aunque en menor medida, las ayudas para tratamientos de fertilidad.
“Las políticas funcionan mejor cuando tienen en cuenta que las personas tienen trayectorias vitales distintas”, señaló Sacco. Eso implica pensar en quienes ya tienen hijos y quieren tener más, pero también en quienes no pueden, no quieren o no se animan. Los países que lograron resultados más sólidos son los que apostaron por paquetes integrales: servicios de cuidado, licencias, subsidios, flexibilidad y acompañamiento. “Francia, Bélgica y los nórdicos fueron pioneros. Alemania y Corea del Sur, más recientes”, agregó el especialista.
Ahora bien, ¿sirve intentar revertir la tendencia? ¿Vale la pena el esfuerzo? El economista especializado en demografía Rafael Rofman lo duda. “Háganle la vida más fácil a quienes quieren tener hijos, pero no crean que con eso van a cambiar la tendencia de mediano plazo”, sostuvo. Para él, el foco debería estar en adaptar las instituciones a la nueva realidad demográfica, no al revés. “Reformar el sistema educativo, el sistema previsional, eso tiene más sentido que esperar que vuelva un país joven”.
La demógrafa Sarah Hayford coincide. No hay una política específica que se pueda relacionar con un aumento sostenido de la natalidad. “Los países son muy distintos entre sí. Lo que funciona en uno, puede fracasar en otro”, advirtió. Por eso, insistió, lo importante no es buscar una bala de plata, sino construir ecosistemas familiares que permitan a las personas tener la cantidad de hijos que desean.
No hay una solución clara, pero hay un consenso cada vez más fuerte: no se trata de convencer a nadie de tener hijos. Se trata de quitar trabas, reducir obstáculos y acompañar decisiones. No se juega solo una estadística, sino el futuro no tan lejano del país.
Errores habituales para incentivar la natalidad
Muchos gobiernos, alarmados por la caída de la natalidad, diseñan políticas audaces para revertirla, pero confunden sus intenciones. Dar ayuda a quienes desean tener hijos es muy distinto a pensar que se puede manipular el deseo de una pareja de formar una familia.
Uno de los errores más frecuentes, según Rofman, es “creer que con beneficios económicos de corto plazo, bonos o reducciones de impuestos, se cambiará la idea sobre conformación familiar de la población en forma significativa”. En su opinión, estos esquemas representan un beneficio bienvenido para quienes pensaban tener hijos de todas maneras y una promesa irrelevante para quienes no querían tenerlos.
En la misma línea, Hayford advierte que los pagos únicos por nacimiento “no parecen ser eficaces para aumentar la natalidad a largo plazo”. Aunque a veces generan un pico inicial, el aumento suele revertirse rápidamente. La razón es simple: los costos de la crianza persisten durante toda la infancia y si la ayuda económica no acompaña, genera un impacto menor en la estadística.
Un error más profundo tiene que ver con las motivaciones detrás de las políticas. “El pronatalismo no es solo una ideología que dice que los bebés son buenos. Es una ideología que sostiene que hay que incentivar la natalidad para aumentar la tasa de crecimiento demográfica ya sea por razones económicas, políticas o sociales. Me parece que vale la pena preguntarse para quiénes son esas políticas pronatalistas”, preguntó Sacco.
El foco de muchos debates sobre natalidad, sostiene, “nunca fue realmente solo sobre el tamaño de la población, sino más bien sobre la composición de la población”. Desde su mirada, algunas políticas corren el riesgo de intentar moldear no solo cuántos hijos se tienen, sino también quiénes los tienen, cómo y en qué condiciones.
Ahí aparece el costado más problemático del asunto: cuando las políticas dejan de ser incentivos y se transforman en presiones o incluso imposiciones. La evidencia sugiere que las políticas pronatalistas funcionan mejor cuando no buscan forzar, sino facilitar. Cuando se limitan a dar herramientas y a garantizar condiciones de vida compatibles con el deseo de tener hijos. Al final, se trata más de allanar caminos que de empujar decisiones.













